Fue hace tres días. Volvía del trabajo. Salía cansada y aburrida, con la tensión rozándome la punta de los pies y la promesa de una ducha templada nada más llegar a casa. Me senté en la parada a esperar ese autobús que tarda más que ninguno, que parece que nunca termina de llegar, que llega muchas veces tan lleno que no se detiene. Estaba sola. Miré durante unos instantes calle abajo apartando el pelo que se revolvía delante de mi cara. Se había levantado viento… Me gustan las tardes de verano en las que el viento despierta tardío adelantándose unas horas a la noche. Pero aquél día no, y tampoco allí, en esa calle tan fea, tan industrial, tan sucia. Allí hasta el viento era gris… Sentí de pronto que el banco crujía. Giré la cabeza y encontré a una señora mayor acomodándose a mi lado. Su pelo era corto y gris, revuelto y sucio. Vestía una falda hasta las rodillas azul celeste y una chaqueta de lana marrón. Cubría sus pies con unas zapatillas de andar por casa, bastante maltratadas por el uso. Tenía las piernas hinchadas, marcadas por innumerables varices y de su muñeca colgaba una bolsa de plástico del Día. Algo olía mal, como a pescado, pero no acerté a adivinar si era ella o el contenido de la bolsa. Comenzó a hablar en un tono bastante bajo en cuanto tomó asiento. Decía frases sin mucho sentido y, de vez en cuando, me miraba. Y pensé: “ya me ha vuelto a tocar”. Desde siempre he tenido una especie de imán para esa gente a la que le gusta entablar conversación con desconocidos en las paradas de autobús, en la cola del cine, en la cola del supermercado, en los andenes de metro… en cualquier rincón. A veces me gusta escucharles y participar tímidamente de esa conversación espontánea. A veces son locos tiernos que hablan de vaguedades, a veces son freakys simpáticos y a veces también son viejos aburridos. Pero aquél día estaba cansada, con ganas de llegar a casa cuanto antes y no me apetecía hablar con nadie. Así que me dediqué a esquivar como pude sus miradas, pero aquella mujer no callaba…
Yo le dije que el autobús es muy incómodo para mí, pero me dijo que no podía… Tendría que haberme puesto las medias, me duelen las piernas con este viento… Me dijo que tenía que trabajar, que cogiera el autobús… Bueno, pues ahora a esperar… Y luego vendrá lleno y no habrá dónde sentarse… Da igual, si eso a él le da igual… Ya lo sabes, para qué andarás preguntándole… Pues parece que no viene todavía… Y luego se enfada… Que se lo diga a la niña, me dice… Ay, Dios mío, estos riñones me matan… Ya viene el autobús, mira… La niña tiene sus cosas, su casa, sus hijos… ¿Mañana será jueves? Porque los jueves no viene Conchi, pues sí, será jueves entonces… Y después viernes, los viernes me quedo sola…
El autobús frenó y la dejé que subiera delante de mí. Me moví como una culebra entre la gente que se agolpaba en el pasillo para avanzar hasta la mitad del autobús con la esperanza de que aquella mujer se quedara al principio. Pero vi que me seguía, apartando hábilmente a la gente. Al final desistí y asumí que viajaría a su lado. Me agarré a una barra y miré fijamente a través de la ventana. Una vez más tratando de esquivar sus miradas. El autobús arrancó. Y ella retomó su charla.
Lleno, ya se lo dije… Y sabe que no puedo caminar bien, lo sabe… Hay que ver cómo conduce, me voy a matar… Qué frío está haciendo, vaya verano… A ella también le da igual, pero no importa, la entiendo, yo la entiendo, yo sé que ella tiene sus cosas…
Dos personas más la miraban de reojo. Ella se dio cuenta y empezó a hablar mirándoles también a ellos. Y ellos empezaron a hacer igual que yo, mirar por la ventana o al suelo, para no cruzarse con sus ojos. Nadie se levantó para cederle el asiento.
De pronto, se giró hacia mí y me hizo una pregunta directa, acorralándome. ¿Tú vives sola, hija? Dudé unos instantes. La miré directamente a los ojos, vidriosos, envejecidos, tristes, y esbocé una sonrisa. Sí. Ella negó con la cabeza. No es bueno, eso no es bueno… ¿no tienes hijos? Y en sus ojos me pareció ver una tristeza infinita. No, no tengo. Y entonces, fue ella la que perdió la mirada a través de la ventana. A veces, yo tampoco recuerdo que tengo hijos… La niña debe tener tus años más o menos y también es bajita como tú… El chico es más mayor y muy alto… Me quedé en silencio. No sabía si debía contestarle o no. No sabía si seguía hablando conmigo o con sus recuerdos. Su mirada seguía clavada en el cristal.
El autobús llegó a su última parada. La gente empezó a amontonarse junto a las puertas para bajar. Me giré para dirigirme también yo a la puerta y ella seguía inmóvil y en silencio, pegados los ojos y los recuerdos, imagino, en algún punto de su vida. Es la última parada, señora, le dije. Y la arrastré con mi voz de nuevo al presente. Sí, sí, gracias, bonita... La acompañé hasta la puerta y le ayudé a bajar el escalón del autobús. Cuando me iba a despedir de ella y seguir mi camino, me agarró del brazo y volvió a clavarme su tristeza. A veces hablo mucho, el chico me lo dice, tú no me hagas caso. Y me dio unas palmaditas en el brazo. Lo hago de vez en cuando para no perder la voz… Me sonrió. Gracias bonita, muchas gracias… Y con un gesto de mano me indicó que me fuera.
Me fui. Me fui con su tristeza pegada en mi espalda, con sus ojos envejecidos clavados en el alma… Me fui con su soledad infinita enquistada en mi estómago.