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ORILLAS

NIDOS

<strong><font size="5">NIDOS</font></strong>

Ilustración: Empty Nests (Victoria Sheridan) 

Hoy, que no es especialmente gris ni frío, solitario ni silencioso, es, sin embargo, uno de mis días-nido 

Cuando era pequeña, allí en el sur, el Poniente soplaba muchas noches, obligando a los termómetros estivales a encogerse y tiritar de frío. Y yo, envuelta en una pequeña manta, me sentaba en el porche del jardín junto a mi padre y aprendía con él el oficio de los insomnes. Mi madre nunca nos comprendió, pensaba que lo que hacíamos de noche bien se podía hacer durante el día. Pero se equivocaba. Y se equivoca… De día las estrellas y los planetas duermen, el viento tiene un lenguaje distinto, más agresivo, la luna se esconde y enmudece, el mar no te acaricia el oído, las farolas no organizan bailes de sombras y, sobre todo, por encima de todo, el silencio… Sólo se puede llegar a amar el silencio envuelto en su traje de noche.  

Allí en el sur, en aquel jardín invadido de pinos, hibiscos y buganvillas, aprendí a escuchar y callar con mi padre. Aprendí a observar y amar el mundo dormido, el letargo de la vida, y a captar los detalles del tiempo casi detenido y los instantes casi imperceptibles de aquello que nos roza y nos envuelve, y que casi siempre nos pasa inadvertido. 

Recuerdo una noche, de madrugada, el sonido del lápiz sobre el papel en el que mi padre esbozaba un nuevo diseño para el jardín, y el Poniente comenzó a soplar con fuerza. Me acurruqué sobre mí misma y me fijé en las copas de los pinos que bailaban quejumbrosas al compás del viento y derramaban sobre el césped lágrimas en forma de pinocha. Escuché entonces un lamento agudo y entrecortado, casi inaudible, en algún lugar cerca de uno de los pinos. Me acerqué, mientras mi padre me observaba sin decir palabra, y encontré un nido en el suelo con dos pequeños pajaritos piando desconsolados. Uno se acurrucaba inmóvil sobre sí mismo, como yo, protegiéndose del frío, y el otro daba pequeños saltos tratando de salir del nido. El viento les azotaba el plumaje de recién nacidos y los ojos se les llenaban de desconcierto. De la misma manera miré a mi padre, buscando en él refugio a mis dudas. Él se acercó sin prisa y observó tiernamente a las tres criaturas que allí estábamos. Se agachó, recogió al rebelde que se había escapado del nido, pasó un dedo suavemente por la cabecita del miedoso que se encogía aún sobre sí mismo y me dijo: “El Poniente ha tirado el nido del árbol”. Me ofreció el nido y siguió: “Ponlo aquí, en el suelo, entre estos dos hibiscos. Aquí estarán protegidos del viento y su madre podrá encontrarlos cuando venga a buscarlos”. Pero yo quise llevarlos dentro de casa. Sentía una pena horrible sobre todo por el miedoso que permanecía inmóvil y acurrucado. Pero mi padre contestó: “Si te los llevas dentro su madre no los encontrará y entonces se morirán de hambre. El viento no los matará. Ya lo verás”. Y entre los dos dejamos el nido y sus crías protegido del viento. Y mi padre me envolvió en su abrazo y me llevó dentro...

MI NOMBRE MOJADO

Guárdame entre tus manos, mi piel bajo tus dedos. Ábreme la llaga del recuerdo, desgarra con tus dientes mi herida melancolía. Quiero ser arañazo y caricia. Acércame. Cércame.  

Rodéame y embóscame. Quiero ser la víctima de tu estrategia y caer en la red que tejen tus brazos. Sentirme perseguida por tu mirada, sentirme atrapada dentro de tu cuerpo. Sin salidas, condenada a sufrir tus abrazos. Manipulada por ellos, azotada por ellos. 

Guardo silencio. Aguardo en la ausencia. Mi voz suena ajena, confundida entre gritos y plañidos. Llévame entre tus labios y pronúnciame como si fuera una mentira. Miénteme. Miéntame. Quiero ser palabra y sonido. Quiero quedarme en la punta de tu lengua y que nunca nadie llegue a escucharme. Quiero sentir mi nombre mojado y tu saliva escribiendo sobre mis besos. Quiero deslizarme por tu garganta como una blasfemia y obligarte a jurar en vano sobre mi pecho. Quiero que le pongas nombre a mis pezones y mi ombligo y que escribas sobre ellos tus pecados.  

Mátame. Átame. Ahógame. Azótame. Castígame. Enciérrame. Condéname.  

Quiéreme como si no quisieras quererme.     

INCIERTO LEJANO

Lejos no siempre es una distancia física. A veces, muchas veces, es la medida del corazón. De dos corazones. A veces el amor puede medirse en centímetros. O en kilómetros…  

Lejos, a veces, es un estado de ánimo. Una manera de sentir, una forma de añorar, una ausencia de calor, una nostalgia, un agujero en el alma. Lejos es, a veces, un estado físico, un dolor latente en el pecho, un reto a nuestros cinco sentidos, una prueba de resistencia, una enfermedad sin diagnóstico. 

Lejos es un cruce de caminos, un rumbo perdido, una brújula rota, una deriva… Es un lugar no señalizado de la vida, un mundo paralelo donde no existen esquinas, una carretera infinita en mitad de la nada. 

La distancia a veces es corta y, sin embargo, no se ve el horizonte. El frío empaña la mirada. El corazón se hace pequeño y el aire cristaliza los pulmones. Una lágrima helada recorre la mejilla y se posa en los labios. Y con la lengua descubre fugazmente a qué sabe la lejanía.  

Ayer dos lágrimas distantes me contaron lo lejos que estamos y lo cerca que estuvimos.

SOÑÉ QUE ERA VOZ

La voz dormía profundamente y soñaba que era silencio. En el sueño, disfrazaba sus notas de mudas ausencias y sordos vacíos. Y en su nueva forma silente, la voz, al fin, se escuchaba a sí misma.  

La voz soñaba que se hacía viento y en su forma aérea soplaba heridas calientes y secaba lágrimas escondidas. La voz-viento volaba sobre futuros para devolverle al presente ilusiones abandonadas en otros presentes antiguos. 

La voz soñaba con abrazar una respiración, un aliento, una vida que no dolía. Soñaba que se hacía caricia de otras manos y susurro de labios ajenos. La voz no mentía porque no era voz. Mentían sus sueños…  

Y en sus sueños la voz era lluvia que mojaba las pieles ajadas, devolviéndoles la tersura. Y la lluvia era la voz con la que hablaban la tristeza y el deseo, las miradas y los besos… 

Pero la voz, soñando, se encontró con el grito y fue violada. Ni el viento ni la lluvia ni el silencio pudieron rescatarla. Y la voz durmió profundamente y soñó que era pesadilla.  

Una vez soñé que era voz. Y desperté siendo silencio…  

LOCURAS

Algunos días amanecen torcidos, me contaba una vez el loco a través de la verja del parque. El suelo se inclina y todas mis cosas ruedan y acaban amontonadas en la misma esquina de la habitación. Y agitaba los brazos por encima de su cabeza… Yo me pego fuerte a la pared, pero me escurro. Y la pared de enfrente se va acercando a mí. Y al final, nos acabamos chocando y yo me hago un chichón en la frente y ella se hace un agujero. Y se señalaba la cabeza con el dedo. Algunos piensan que estoy loco, pero yo creo que eso le pasa a todo el mundo. ¿A ti no te ha pasado nunca?... 

Estoy loca. Vivo en las orillas de la cordura definida, caminando al borde de la razón. Tambaleándome en una vida de amaneceres torcidos y de paredes amenazantes.  

Estoy loca porque lloro lágrimas huérfanas de argumentos, porque siento penas remediables, porque sueño horas que no duermo. Loca porque sólo existo en mis propias fantasías, derramándome en futuros que sólo son tiempos verbales, vaciándome de otros y saturándome de nadies.  

Estoy loca porque no quise evitarlo cuando estuve cuerda, porque me calma el sonido de la tormenta más que cien soles brillando, porque me acaricio la piel con espinas de rosas, porque envuelvo las soledades en papel de seda, porque duermo cada noche abrazada a la tristeza. Y no pongo remedio. Y no lo evito. Y no lo intento más… 

¿A ti no te ha pasado nunca?... Y le señalé mi frente para que pudiera ver el chichón.  

MIENTRAS DESAPARECES

Duele mientras se diluye. Duele que el amor sea como una gota de agua que nadie puede evitar que se evapore. Duele buscar entre sueños aquello que ya sólo es recuerdo…  

No quiero nada más de ti, ni siquiera tu nombre. Pero duele mientras lo borro de mi piel. No quiero una sola noche más cerca de tus labios. No quiero nunca más las horas que te pertenecen. No quiero las palabras con las que dibujas nuestros días ni las sonrisas con las que amanecemos.  

Nadie puede ahora susurrarme dolores al oído ni vestir mi piel con soledades. Las tristezas, las tuyas y las mías, no se bañan ya en mis ojos. Ningún espejo me devuelve tu reflejo… 

Cuatro años tachados en el calendario, desgastados, envejecidos y agrietados, se deshacen entre mis manos. Y lloro una última lágrima de impotencia mientras tu ausencia va lentamente recostándose en mi pecho.  

Porque duele… Dueles mientras desapareces.  

SE ME OLVIDÓ QUE TE OLVIDÉ



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Ahora que estás a punto de volver, he recordado lo que fui…  

Fui la constante madrugada que abrigaba tu sueño, el olor a piel que reclamaba tu soledad, la caricia suave de tu inseguridad. Fui el susurro de tu deseo, la playa donde varabas tus miedos, el roce de unos dedos que resucitaban tu piel entumecida. 

¡He sido tanto sin saber quién era!... Fui la sombra que proyectaban tus tristezas y fui también la distancia eterna entre tus manos y tus labios. He sido el aire, el espacio vacío entre dos palabras, una ventana entreabierta, unos versos asonantes, el libro al que olvidaron añadirle un final. No supe entonces que, siendo nada, se podía llegar a ser tanto.  

Y ahora que estás a punto de volver, quiero regalarte todo. Quiero entregarte mi voz para que duerma junto a tu silencio. Quiero que sean tuyas mis nostalgias para que se peleen con tus indiferencias. Que mi soledad escape para reunirse con tus miedos. Quiero regalarte todos mis recuerdos para que los guardes junto a tus olvidos…  

Cuando vuelvas, yo ya me habré ido… Ya no estaré más detrás de tus ausencias. Te marchaste de puntillas y desde la distancia me enviaste dos o tres silencios, un par de excusas y algún beso extraviado que te devolvieron con una cruz en la casilla de “desconocido”.  

Ausencia y olvido podrían ser hermanos gemelos. Ausente, te olvidé. Y ahora que estás a punto de volver, se me olvidó que te olvidé…

PARA NO PERDER LA VOZ

Fue hace tres días. Volvía del trabajo. Salía cansada y aburrida, con la tensión rozándome la punta de los pies y la promesa de una ducha templada nada más llegar a casa. Me senté en la parada a esperar ese autobús que tarda más que ninguno, que parece que nunca termina de llegar, que llega muchas veces tan lleno que no se detiene. Estaba sola. Miré durante unos instantes calle abajo apartando el pelo que se revolvía delante de mi cara. Se había levantado viento… Me gustan las tardes de verano en las que el viento despierta tardío adelantándose unas horas a la noche. Pero aquél día no, y tampoco allí, en esa calle tan fea, tan industrial, tan sucia. Allí hasta el viento era gris… Sentí de pronto que el banco crujía. Giré la cabeza y encontré a una señora mayor acomodándose a mi lado. Su pelo era corto y gris, revuelto y sucio. Vestía una falda hasta las rodillas azul celeste y una chaqueta de lana marrón. Cubría sus pies con unas zapatillas de andar por casa, bastante maltratadas por el uso. Tenía las piernas hinchadas, marcadas por innumerables varices y de su muñeca colgaba una bolsa de plástico del Día. Algo olía mal, como a pescado, pero no acerté a adivinar si era ella o el contenido de la bolsa. Comenzó a hablar en un tono bastante bajo en cuanto tomó asiento. Decía frases sin mucho sentido y, de vez en cuando, me miraba. Y pensé: “ya me ha vuelto a tocar”. Desde siempre he tenido una especie de imán para esa gente a la que le gusta entablar conversación con desconocidos en las paradas de autobús, en la cola del cine, en la cola del supermercado, en los andenes de metro… en cualquier rincón. A veces me gusta escucharles y participar tímidamente de esa conversación espontánea. A veces son locos tiernos que hablan de vaguedades, a veces son freakys simpáticos y a veces también son viejos aburridos. Pero aquél día estaba cansada, con ganas de llegar a casa cuanto antes y no me apetecía hablar con nadie. Así que me dediqué a esquivar como pude sus miradas, pero aquella mujer no callaba…  

Yo le dije que el autobús es muy incómodo para mí, pero me dijo que no podía… Tendría que haberme puesto las medias, me duelen las piernas con este viento… Me dijo que tenía que trabajar, que cogiera el autobús… Bueno, pues ahora a esperar… Y luego vendrá lleno y no habrá dónde sentarse… Da igual, si eso a él le da igual… Ya lo sabes, para qué andarás preguntándole… Pues parece que no viene todavía… Y luego se enfada… Que se lo diga a la niña, me dice… Ay, Dios mío, estos riñones me matan… Ya viene el autobús, mira… La niña tiene sus cosas, su casa, sus hijos… ¿Mañana será jueves? Porque los jueves no viene Conchi, pues sí, será jueves entonces… Y después viernes, los viernes me quedo sola…  

El autobús frenó y la dejé que subiera delante de mí. Me moví como una culebra entre la gente que se agolpaba en el pasillo para avanzar hasta la mitad del autobús con la esperanza de que aquella mujer se quedara al principio. Pero vi que me seguía, apartando hábilmente a la gente. Al final desistí y asumí que viajaría a su lado. Me agarré a una barra y miré fijamente a través de la ventana. Una vez más tratando de esquivar sus miradas. El autobús arrancó. Y ella retomó su charla.  

Lleno, ya se lo dije… Y sabe que no puedo caminar bien, lo sabe… Hay que ver cómo conduce, me voy a matar… Qué frío está haciendo, vaya verano… A ella también le da igual, pero no importa, la entiendo, yo la entiendo, yo sé que ella tiene sus cosas…  

Dos personas más la miraban de reojo. Ella se dio cuenta y empezó a hablar mirándoles también a ellos. Y ellos empezaron a hacer igual que yo, mirar por la ventana o al suelo, para no cruzarse con sus ojos. Nadie se levantó para cederle el asiento.  

De pronto, se giró hacia mí y me hizo una pregunta directa, acorralándome. ¿Tú vives sola, hija?  Dudé unos instantes. La miré directamente a los ojos, vidriosos, envejecidos, tristes, y esbocé una sonrisa. . Ella negó con la cabeza. No es bueno, eso no es bueno¿no tienes hijos?  Y en sus ojos me pareció ver una tristeza infinita. No, no tengo. Y entonces, fue ella la que perdió la mirada a través de la ventana. A veces, yo tampoco recuerdo que tengo hijos… La niña debe tener tus años más o menos y también es bajita como túEl chico es más mayor y muy alto… Me quedé en silencio. No sabía si debía contestarle o no. No sabía si seguía hablando conmigo o con sus recuerdos. Su mirada seguía clavada en el cristal.

El autobús llegó a su última parada. La gente empezó a amontonarse junto a las puertas para bajar. Me giré para dirigirme también yo a la puerta y ella seguía inmóvil y en silencio, pegados los ojos y los recuerdos, imagino, en algún punto de su vida. Es la última parada, señora, le dije. Y la arrastré con mi voz de nuevo al presente. Sí, sí, gracias, bonita... La acompañé hasta la puerta y le ayudé a bajar el escalón del autobús. Cuando me iba a despedir de ella y seguir mi camino, me agarró del brazo y volvió a clavarme su tristeza. A veces hablo mucho, el chico me lo dice, tú no me hagas caso. Y me dio unas palmaditas en el brazo. Lo hago de vez en cuando para no perder la voz… Me sonrió. Gracias bonita, muchas gracias… Y con un gesto de mano me indicó que me fuera.  

Me fui. Me fui con su tristeza pegada en mi espalda, con sus ojos envejecidos clavados en el alma… Me fui con su soledad infinita enquistada en mi estómago.

AL OÍDO

Me gusta cuando te tengo lejos y desde la distancia me susurras al oído. Me gusta que abraces con tus palabras la oscuridad que me rodea. Me gusta poseerte sin tocarte y que me hagas tuya sin rozarme. 

Pero también… me gusta saber que no soy tuya y que sólo a veces puedes tenerme. Me gusta pensarte pensándome, me gusta saberte deseándome, me gusta soñar que me sueñas… 

Y cuando te tengo… me gusta desarmar tu seguridad con un simple parpadeo y descontrolar tu deseo con la punta de mi lengua. Me gusta el desafío de tus ojos recostados sobre mi pecho, tus manos inquietas desnudando mi vergüenza y tus besos resbalando por mi espalda. 

Me gusta que te quedes enredado en mis caricias y que tu mirada se beba a sorbos mi piel desnuda. Me gusta cuando tus labios se pierden entre mis muslos y yo me pierdo entre gemidos… 

Me gusta que hagamos el amor despacio y deprisa, de noche y de día, desnudos y vestidos. Me gusta que sólo tú y yo lo sepamos, que seamos el secreto de nuestros pecados.  

Me gusta que me hagas el amor al oído... Y que cuando te vayas, me digas siempre: “Cómo me gustas”.